septiembre 26, 2010

Crónicas Pancheras I


"Patriota sincero y compañero leal: esos son los únicos títulos que si reclamo"

Francisco Villa




Crónicas Pancheras pretende ser una serie de… de… ¿Cómo demonios llamarlas? mmm… Bueno el caso es que; teniendo tan cerca el centenario de la lucha armada, a la que pomposamente llamamos “Revolución Mexicana”. Me di a la tarea, de preparar el presente ejercicio que intenta dar un pequeñísimo esbozo de los ideales, reflexiones y pensamientos, de uno de los personajes más admirados y más odiados de la revolución. Me refiero desde luego a Don Doroteo Arango Arámbula,  alias Pancho Villa.

Para ello me permito trascribir –una de las tantas formas que adquiere el verbo COPIAR-  fragmentos de: “Pancho Villa Retrato autobiográfico 1894-1914” documento que el mismito Centauro del Norte, dictara a Miguel Trillo quien fuera su ayudante general. -documento en versión taquigráfica-  
 
 
 
 
 
Tiempo después estos textos serian trascritos por el periodista, militar y también secretario de Villa: Don Manuel Bauche Alcalde.

 Y publicados  íntegramente –en 2003- en versión facsimilar por la Universidad Nacional Autónoma de México en una edición preparada por  Guadalupe y Rosa Helia Villa, historiadoras y nietas del mismísimo General Villa.


El fragmento que deseo compartirles es una descripción que hace Villa, de cómo ¿vivían? los niños, en las agrestes tierras del estado de Durango en la época porfirista de este México… ¿nuestro?
Uno no puede dejar de cuestionarse, después de dos millones de muertos en la lucha; ¿Qué carajos paso? Que todo se ve tan parecido.
Habla mi General:
 
 
 



"La infancia de los niños pobres –no me cansare de insistir- no es la risueña alborada de una primavera que florece. Es una lucha, es un combate, es un duelo a muerte que se inicia contra el hambre, contra el frio, contra la desnudez, contra la indolencia perpetua, de esa raza tristona y cabizbaja, huraña y hosca, que con un fardo de su vasallaje a cuestas, va rumiando sus penas, va exhibiendo sus necesidades, va proclamando el soberano refugio de sus vicios.
 
Mirad esa falange de niños tostados por el sol, sobre cuyas enjutas espaldas gravita la pesadumbre del huacal o de la carga y sobre cuyas frentes se aplasta la correa sudorosa que sostiene el pesado fardo.
Mirad ese ejercito de niños cuyas piernecitas enclenques vacilan y se tuercen con temblores de epilepsia, mientras que los encallecidos pies se agrietan, se revientan y sangran sobre la ardorosa arena de los ríos, sobre los pedruscos de los cerros y entre las espinas y las lajas del chaparral de la serranía.
 
Mirad ese turbión de adolecentes que antes aprendieron a beber que a escribir, a blasfemar que a leer, a maldecir que a razonar, a matar que a vivir.
¡Es la herencia! La triste herencia que nos impusieron como una maldición que ha ido acumulando iniquidades, injusticias sobre injusticias, los hombres de la Edad Media, los negreros de España, cuya gloria más alta estriba en haber aniquilado dos civilizaciones incomprensibles, inapreciables para su miopía moral, para su fanatismo religioso: la civilización musulmana, que aun abruma a los sabios de este siglo, y la civilización azteca, cuyo grado de adelanto casi adquiere las proporciones de un sortilegio o de una clarividencia prodigiosa.
 
Las breñas de la sierra, los montones de estiércol y basuras, las fangosas lagunas que deja tras de sí la lluvia, el Mesquite cubierto de varejones, los surcos del arado, las sombras de la milpa, el misterio de los matorrales: allí está el escenario en que se agitan los niños de la gleba, desnudos y selváticos.
Y las constantes amenazas, las frecuentes azotainas a garrotazos, las fulminantes maldiciones, y las hambres, y las faenas rudas, y el mal ejemplo, y el abandono y la incuria: allí está la escuela que ilumina el entendimiento; allí está el gimnasio del niño de la gleba, cuya primera y última enseñanza y por instinto es la defensa propia: contra la maldad de los hombres que tan duramente le maltratan, y contra los destinos de la providencia que tan duramente le echó a padecer."
 
 
Lo anterior son las reflexiones de un hombre que si bien  durante  15 años fue bandolero –léase roba vacas- fue un hombre que dentro de su “ignorancia” –jamás fue a la escuela- supo captar las necesidades de un pueblo ultrajado, explotado y humillado. Y luchar para que la gente tuviera derecho a una vida digna. Y que en tan solo dos años, que asumió el gobierno del estado de Chihuahua logro una exitosa y coherente administración, a pesar de los complejos problemas  por los que atravesaba la entidad, después del azote de la guerra.
 
 
 Los generales, Hernández y Fierro, hombres de confianza de Villa
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